una opinión aficionada
No sabía con exactitud qué era lo que me iba a encontrar al entrar por la puerta del Museo Nacional de Arte Abstracto de Cuenca. Un museo que abría sus puertas en el año 1966, en pleno franquismo, y que supuso un soplo de aire fresco en el intenso ambiente dictatorial que por entonces aún se vivía en España. Una dictadura que, por otra parte, ya estaba empezando a consumar algunos intentos de apertura hacia el exterior.
“No hay arte abstracto. Siempre hay que empezar por algo. Después puede eliminar todos los rastros de realidad”.
- Pablo Picasso
El arte abstracto es raro para la mayoría de nosotros, da un mensaje, transmite sentimientos difíciles de captar quizás si no eres un entendido en él. Es lógico que a la gente de a pie, los visitantes que entran al museo por la curiosidad de ver que esconde, de intentar captar los mensajes que intentan transmitir sus cuadros, les cueste captar un mensaje en una lata de CocaCola aplastada y colocada en un marco (sí, es una de las obras allí expuestas), pero en el Museo de Arte Abstracto de Cuenca no ocurre exactamente eso.
Nada más entrar, llama la atención el trato recibido, atendiéndote inmediatamente la recepcionista y dándote indicaciones y un folleto informativo. También lo hace que estando en Cuenca, sea un museo en el que siempre podemos encontrar visitantes, grupos de escolares y de expertos contemplando sus obras de arte. Unas obras de arte que nombro sin atribuirles calificativos. Y es que es difícil hacerlo cuando no eres un estudioso de las mismas y sobre todo cuando sabes que, desde tu perspectiva, no puedes apreciar ni la mitad de la mitad de lo que la obra puede ofrecerte.
Aun así, sin ser entendido el Museo de Arte Abstracto sorprende. En primer lugar por su amplitud, porque, tratándose de una de las Casas Colgadas que se pueden ver desde el archiconocido Puente de San Pablo, es particularmente amplio. En segundo lugar muchas de sus salas sorprenden por sus contrastes, y no hay que ser un entendido de arte para darse cuenta de esto. Contrasta el blanco de muchas de ellas (tanto en paredes como en obras) con el colorido de otras y la oscuridad de una en particular, tanto en su exposición permanente como en las temporales. Además el museo acaba de terminar su ampliación, a la que se le ha añadido una nueva sala.
Cuanto más te adentras en él, más impresiona. Y es que las primeras obras son, al menos desde la visión de un aficionado, más simples que las que encontramos posteriormente, con colores más apagados y menos contrastes. Podemos encontrar en las primeras salas obras de Manuel Millares o Lucio Muñoz entre muchos otros.
Es en la sala 3 (pequeña que parece más bien una antesala) donde encontramos unas grandes e impresionantes obras de Pablo Palazuelo, Antoni Tapias, y la más impresionante de Rafael Canogar, un óleo denominado “Toledo”. Precisamente llama la atención que estos lienzos de gran longitud se encuentren colocados en una de las salas más pequeñas del museo.
La siguiente sala a visitar es aún más especial, y es que se trata de la denominada “Sala Grande”. Y es que como la misma web del museo dice, en ella se presenta “la colección con la incorporación de nuevas obras, resultado del trabajo reflexivo sobre las obras de la colección de la Fundación Juan March y los espacios nuevamente musealizados, que permiten "la rotación lenta de obras" (Fernando Zóbel), característica del Museo desde 1966.”
En ella podemos encontrar varias obras del fundador del museo, Fernándo Zóbel, y de otros artistas de renombre como Antonio Saura.
Pero si seguimos avanzando encontramos, en mi opinión, una de las partes más sorprendentes del museo. Una explosión de color que contrasta completamente con los blancos, negros y colores apagados que antes habíamos visto. Obras de varios artistas donde el que más destaca es de nuevo Fernando Zóbel, en las que el color es principal protagonista y en la que un simple aficionado más puede apreciar la belleza de las pinturas. Rojos, azules y amarillos intensos coronan esta sala.
Tras la colorida sala, si se sigue adelante pueden seguir contemplándose obras, con colores mucho más apagados y en las que es más difícil de captar algo, de Gustavo Torner, Manuel Millares o Zóbel hasta que, bajando unas escaleras, nos encontramos de nuevo con otra sala con colorido y obras de Gerardo Rueda entre otros. Es bastante llamativo el palpable contraste entre las obras de cada sala, hecho así a propósito sin duda para llamar la atención del visitante.
Y como ya hemos hablado de que este es un museo de contrastes, para finalizar llega el mayor de todos. Se trata de la Sala Negra y la Sala Blanca, dos salas casi contiguas y que simulan precisamente eso, el contraste. Tratan de impresionar al visitante y lo consiguen, pues es algo único el entrar en una sala completamente oscura donde tanto techo, suelo y pared son completamente negros y en la que las únicas luces que hay son pequeños focos que iluminan las pocas obras que cuelgan en las paredes.
Tras esta tenemos la Sala Blanca, completamente distinta. Al entrar a ella da la impresión de entrar en el futuro, en un edificio futurista donde las obras de los artistas españoles son el principal reclamo.
Y es que esta sala y brillante sala es una de las más conocidas del museo y la mejor muestra de que de este magnífico museo no solo destacan sus obras, sino su ubicación y sus salas, que lo convierten sin duda en uno de los museos más especiales de toda la geografía española.
Toledo, de Rafael Canogar
Sala 4 del museo
Sala Grande
Obras coloridas en las paredes del Museo de Arte Abstracto
Sala Blanca